«El club de los mentirosos» de Mary Karr
Después de Tú no eres como otras madres y Regreso a Berlín, otro gran descubrimiento con la marca de la joven edición independiente de calidad.
Cuando se publicó por primera vez, en Estados Unidos, El club de los mentirosos fue un éxito arrollador y elevó el arte de la narrativa memorialística a un nivel completamente nuevo. Fue recibido con entusiasmo por los lectores y la crítica, fascinados por este relato de una infancia de los años sesenta fuera de lo común, tremendamente conmovedor pero desprovisto de sentimentalismos.
La tragicómica niñez de Mary en una localidad petrolera del este de Texas nos presenta a unos personajes tan singulares como divertidos: un padre bebedor, una hermana que con doce años le planta cara a un sheriff, una madre con un sinfín de matrimonios a sus espaldas —y cuyos secretos amenazan con destruirlos a todos—. Precisamente, será la madre, ese personaje maravilloso, quien se convertirá a lo largo del libro en la clave de esta gran historia, de esta novela autobiográfica e inolvidable.
Traducción de Regina López Muñoz
Acompañado de un epílogo de Lena Dunham (creadora de la muy aclamada serie Girls y la autora del ensayo No soy ese tipo de chica. Colabora con The New Yorker y vive entre Brooklyn y Los Ángeles).
Traducción de Regina López Muñoz
14 × 21,5 cm / 520 páginas / 23,00 € / 978-84-16291-53-3
En librerías a partir del 2 de octubre de 2017
Mary Karr desencadenó una revolucióncon sus memorias: El club de los mentirosos fue uno de los libros más vendidos durante un año entero según el New York Times y mejor libro del año para The New York Times Book Review, The New Yorker, People y Time. Karr ha ganado el Whiting Award, el Radcliffe’s Bunting Fellowship y dos premios Pushcart. Además, ha recibido una beca Guggenheim. Entre sus obras destacan The Art of Memoir, las memorias Lit y Cherry y poemarios como Sinners Welcome, Viper Rum o The Devil’s Tour. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad de Siracusa y vive en Nueva York.
«Puede que la primera frase que aprendí a decir en francés saliera de ese libro. Il faut souffrir, hay que sufrir. Ignoro el motivo, pero en mi cabeza el sufrimiento no estaba relacionado con la virtud moral o la bondad, como les ocurría a los niños baptistas de Leechfield, sino con la inteligencia. Las personas inteligentes sufrían; los idiotas, no. Mamá lo decía constantemente en Texas. Pasábamos con el coche por delante de unos tipos en mono de faena que vendían sandías en la caja de su camioneta y sonreían como si aquélla fuera una manera tan digna de pasar la tarde como cualquier otra. Ella meneaba la cabeza como si estuviera presenciando el espectáculo más lamentable del mundo y decía: “Dios, qué ignorancia tan feliz”. Papá siempre había sido contrario a aquel mensaje; a él le procuraban sumo placer las pequeñas cosas: el café con azúcar, conseguir que el sinsonte de nuestro árbol del paraíso contestara a su silbido. Sin él, el sufrimiento de mamá lo impregnaba todo. La felicidad era para los cabeza de chorlito, una niebla confusa en la que uno se perdía. El dolor, discreto y constante, significaba vivir en un estado perpetuo de vigilia. Una vigilia que algo tenía que ver con aguardar tu propia muerte y con vivir en un estado constante de desesperación vigilante».
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