Desde 1991, Somalia padece una situación de crisis que, lejos de remitir, corre el peligro de agravarse con el paso del tiempo. Azotada por las rencillas tribales y la ominosa herencia de las disputas y particiones del periodo colonial y las primeras etapas de la independencia, la República de Somalia ha sufrido de forma especial los embates de la pugna regional e internacional librada en el Cuerno de África. A esto debe unirse el efecto de la emergencia del islam político en el mundo islámico, representado en Somalia por los Tribunales Islámicos, con todo lo que ello implica en el contexto de la llamada “guerra internacional contra el terrorismo". Desde la incapacidad de la república independiente para consensuar un modelo de Estado aceptable para las regiones que formaron parte de ella hasta el predominio de las milicias de los señores de la guerra y el movimiento islámico, pasando por el desastre que supuso la dictadura de Siyad Barre (1969-1991), Somalia continúa representando el ejemplo canónico de Estado fallido o fracasado. Un fracaso institucional y social que constituye una amenaza constante de inestabilidad en una región clave para determinar el control geoestratégico del África Oriental y el golfo de Adén. Por ello, las grandes potencias mundiales (Gran Bretaña y la Unión Soviética, en tiempos no tan lejanos, y Estados Unidos, hoy) han abordado el complejo expediente somalí con una atención que sólo encuentra parangón en la decidida implicación de actores regionales como Etiopía, Eritrea, Yemen o Kenia y la trascendencia de los factores políticos, económicos y energéticos que subyacen en él.
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MERCÈ RIVAS TORRES
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