Una aproximación argumental a la novela
Aunque jamás ha puesto un pie en la isla, Lara odia Cuba: en su familia parece que todo gira en torno a ese paraíso perdido. Su madre, Mirta, pese a que lleva en España más de media vida, culpa a Cuba de su divorcio, su ruina económica y su ex-centricidad. La tía Letty, que no huyó con su adinerada familia sino que se quedó para apoyar la Revolución, acabó siendo la activista más radical de Miami junto a su marido Omar, contra-rrevolucionario convencido, al menos, durante su vida cubana.
Tras la muerte de Fidel Castro en 2016, Mirta solo piensa en volver a Cuba para tomar posesión de sus propiedades y re-cuperar el tesoro familiar, misteriosamente desaparecido: una corona de oro que perteneció a la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda, de la cual descienden. Será entonces cuando Lara, a sus cuarenta años, se dé cuenta de cómo esa isla tan lejana y extraña ha marcado la vida de su madre, la de sus tíos e incluso la suya propia.
Con una estructura brillante y muy original, en la que conviven presente y pasado, La otra isla nos lleva al Madrid desencan-tado de los 2000, al Miami conspiranoico de los noventa y a la Cuba posrevolucionaria de los años sesenta. Y, sobre todo, nos lleva a conocer a tres mujeres apasionantes, las tres con secretos tan inconfesables que ellas mismas se han convertido en sus propias islas.
Así empieza La otra isla
Mi madre murió dos veces. La primera, cuando salió de Cuba. De esa muerte consiguió resucitar, más o menos. Pero luego acechó la segunda, la de verdad, y, cómo no, también tuvo que ver con Cuba. Como todo lo que sucedía en mi familia. Siempre Cuba. La isla protagonista de nuestras vidas desde tiempos inmemoriales y que yo visualizaba como un cocodrilo náufrago en el mar Caribe, a la deriva y sin nadie que pudiera ayudarle, aun teniendo un millón de amigos dispersos por el mundo.Cantar fuerte a los cubanos —o, al menos, a los míos— les chiflaba. Como un ritual para espantar demonios. Fuera cual fuese el acontecimiento, el plan era el mismo: nos reuníamos en el Centro Cubano de Madrid, en la calle Claudio Coello casi esquina Goya. Era el refugio de los exiliados de Madrid —entre ellos, mi madre y sus primas (o hermanas postizas)—, y también punto de visita obligado para los parientes de Miami. En especial para mi tía Letty (gemela de mi madre) y su pareja, Omar. A mi tío Omar no le gustaba el piso de la calle Claudio Coello: según él, un nido de «derechones» que hablaban de Cuba y el mundo exterior como si fueran equipos de fútbol en perenne batalla.Por supuesto, determinados asuntos se trataban siempre en voz baja.Cuanto más se bebiera, más se animaba el cotarro. Por supuesto, nunca faltaba la famosa canción de Luis Aguilé. Se ponía cada dos horas más o menos, para que todo cliente que pasara por ahí tuviera su oportunidad de corear enardecido: «Cuando salí de Cuba, dejé mi vida, dejé mi amor. Cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón». La banda sonora del paraíso perdido.Años después yo estudiaba guion en una escuela de cine. Uno de los profesores era de esos que se empeñaba en sacar nuestra «verdadera alma de escritores» mediante «ejercicios de introspección»: una suerte de simbiosis entre confesiones al psicólogo y revelación de intimidades a novio potencial a las puertas de iniciar una apasionada historia de amor. En uno de esos ejercicios, el profesor pidió una lista sobre algo que odiáramos. Yo no lo dudé: “Motivos por los que odio Cuba”, por Lara Palafox Larralde.
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