Italo
Calvino
Por
qué leer a los clásicos
Editorial
Siruela
Nº
Páginas.- 292
Por
José de María Romero Barea
Sostiene Italo Calvino (1923-1985), que
uno nunca lee a los clásicos; con ellos, escribe, uno se encuentra siempre en
un continuo proceso de relectura. ¿Pero qué ocurre si se ha llegado a la edad
adulta y jamás se regresado a Proust? A pesar de su fama en los círculos
académicos, el Ulises de Joyce aún no
ha alcanzado la justa popularidad que merece. Podemos mentir(nos) sobre la
bebida o el sexo, pero nunca sobre los libros que (no) hemos leído.
A diferencia de la
lectura de los más vendidos, excusa ideal para una charla superficial, la
(re)lectura de libros que gozan del consenso de la crítica no nos hace más ricos,
ni más sabios. Calvino nos ofrece el más elemental de los incentivos: “la única
razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leerlos”. En
Por qué leer a los clásicos (Siruela,
2015), el autor italiano revisa un puñado de creadores indispensables a fin de
registrar, analizar y aprovechar los trucos del oficio. Los 36 ensayos reunidos
giran en torno a un único motivo: el “núcleo secreto del relato”, como Calvino
lo llama en un ensayo sobre Robert Louis Stevenson, una figura que ocupa un
lugar de honor en su “biblioteca ideal”.
Robinson
Crusoe
(una novela que Calvino veneró durante su fase neo-realista, en la década de
1950) nos enseña “sobriedad” y “economía” del lenguaje. Junto a Conrad y
Hemingway (otros dioses de Calvino en la misma década) Defoe ilustra la
importancia de la “epopeya de la iniciativa individual” y cómo puede ser
dramatizada en la ficción. El Cándido
de Voltaire es leído como un manual sobre las complejidades de la narrativa, el
tempo, el ritmo: “el gran hallazgo de Voltaire humorista es el que llegará a
ser uno de los efectos más seguros del cine cómico: la acumulación de desastres
que se suceden a gran velocidad”.
La Odisea nos instruye sobre cómo integrar la narración en la narrativa.
Jacques el fatalista de Diderot “invierte
lo que ya entonces era la tentativa principal de cualquier novelista - hacer
olvidar al lector que está leyendo un libro”, una lección valiosa para el
posmodernista en que Calvino se convertiría en la década de los 70. Stendhal nos
muestra que el conocimiento no es tanto una cosa geométrica o epistemológica
como un “remolino de átomos” que nos envuelve, creando tanta oscuridad como la
claridad.
La “empresa” de Balzac
consiste en “convertir en novela una ciudad” (un hecho capital para comprender
al autor de Las ciudades invisibles).
Dickens, por el contrario, es el maestro del detalle. Tolstoi perfeccionó el
diseño “oculto”, es decir, nos enseñó a disimular las estructuras del edificio.
Mark Twain descubrió la Norteamérica de provincias. Su compatriota Henry James,
por último, desarrolló un estilo muy diferente, marcado por la latencia, en el
que el autor siempre parece estar a punto de decir algo que luego omite.
La (re)lectura de estos
ensayos, en memorable traducción de Aurora Bernárdez, nos muestra a un Calvino que
estudia las costumbres de sus predecesores, para apropiarse del genio ajeno. Lo
que el lector se lleva de este volumen, además del peculiar sentido de la
inteligencia de su autor, es una nueva visión corporativista de la literatura y
lo que Eliot sostuvo en su apotegma de que el autor menor plagia y el gran autor
roba. Calvino, sin duda, roba, al igual que hicieron todos y cada uno de los grandes
autores sobre los que escribe.
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