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lunes, 5 de octubre de 2009
40.- Fotorretórica de Hollywood
Global Rhythm Press publica
Fotorretórica de Hollywood
El manuscrito perdido
Bob Dylan y Barry Feinstein
Traductor: Miquel Izquierdo
Páginas: 142
PVP: 29,50 euros
ISBN: 978-84-96879-43-0
«El archivo de Bob Dylan tiene el aspecto de una vetusta buhardilla poblada en exceso y difícilmente transitable –una suerte de cavernoso desván, diríase, que desafía toda tentativa taxonómica y por el que el propio Dylan debe perderse con frecuencia, sin siquiera acertar a barruntar qué diablos atesora entre sus angostas paredes–. Y, sin embargo, cuando alberga uno ya la más absoluta certeza de que nada más puede aflorar entre tantos despojos y curiosidades, de pronto, brota una vez más, entre la mugre, otro inesperado hallazgo –una grabación pirata, imágenes inéditas, garabatos indescifrables, etc.–. La más reciente exhumación practicada intramuros tiene, en esta ocasión, forma de poemario –de cuya supervivencia, dicho sea de paso, y para no faltar a la tradición, no tenía el bardo ni la más remota idea–. Veintitrés poemas, en suma, que acompañan y dan vida al retrato que, a modo de reportaje fotográfico, nos lega Barry Feinstein sobre el Hollywood decadente de principios de los sesenta. Versos e instantáneas que bien merecen sobrevivir al injusto olvido bajo el que reposaban sepultadas, por obra y gracia del cantautor. De tan sorprendente colaboración –con, por cierto, no menos chocante título: Fotorretórica de Hollywood– damos por fin felizmente noticia. Libro “coffee-table” que figurará, por derecho propio, entre los más grotescamente singulares de cuantos se publicarán en tiempos venideros.»
Charles McGrath The New York Times
Hurgando hace un par de años en sus archivos, el fotógrafo Barry Feinstein exhumó un manojo de fotografías tomadas en Hollywood a principios de los años sesenta. Junto a ellas yacían veintitrés poemas compuestos en 1964 por su amigo Bob Dylan como glosa o complemento de esas imágenes. «Era el manuscrito perdido: todos lo habían olvidado», explicaría Feinstein. Tan perdido estaba, al menos en los laberintos de la memoria, que el propio autor no recordaba haberlo escrito.
Las fotos retratan con desolada frialdad, a veces con afable ironía, el ocaso de una época («dorada» según la adjetivación canónica). Hay estrellas dentro o fuera del plató, pero el objetivo las contempla como si se hubieran caído del cielo. Hay también aspirantes al estrellato, idólatras, maniquíes, decorados ya inútiles y lugares intensamente deshabitados: una explanada vacía reservada a los coches del «talento», la piscina de Marylin el día de su muerte con dos peluches luctuosos que permanecen sobre el césped como las camisas aún colgadas en el armario de un muerto.
Los versos se atienen a la partitura del desconcierto lírico que Dylan forjaba por aquellas fechas, una poética de la arbitrariedad (o sea, del libre arbitrio) que le permitía sacudir metáforas rigurosamente aleatorias, oraciones estrictamente agramaticales, neologismos inclementes, puntuaciones feroces, hermetismos, equívocos, juegos o jugarretas de palabras, pasajes narrativos, sarcasmos, penas, cariños, bromas, vulgaridades, anécdotas privadas, alusiones literarias o cinematográficas (cómo no), maneras del blues, tonos de balada e influencias líquidas o gaseosas (aunque la de Ginsberg era entonces bastante sólida). Los poemas, en fin, son Dylan sin banda sonora, Dylan en un formidable estado impuro.
Julián Viñuales
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