«Hay decisiones que marcan el cariz que adquirirá toda una vida, y hasta ahora yo siempre he tomado esas decisiones al azar. Si hubiera tenido que elegir cinco minutos después, podría haber hecho tranquilamente justo lo contrario, y no creo haber abordado ninguna encrucijada fundamental de mi existencia de forma relativamente ponderada, teniendo en cuenta un objetivo a largo (o incluso a medio) plazo. Mi tendencia natural es intentar no moverme, procrastinar hasta que todas las posibilidades se han evaporado y puedo volver por fin a refocilarme en mi capullo de infructuosidad. O bien me dejo llevar por la inercia y, en determinado momento, me encuentro haciendo algo sin haberme decidido realmente a hacerlo, arrullado por los tranquilizadores algodones de la irresponsabilidad. Hace un par de años mi madre, sumida en una efímera fascinación por Oriente, casi me obligó a leer un libro que, entre otras cosas, ilustraba un rasgo típico de la mentalidad china: en lugar de actuar con vistas a un objetivo, el sabio deja que las circunstancias lo lleven a donde ellas quieran, sin empecinarse a la manera occidental en querer ser a la fuerza el artífice de su propio destino. Por lo tanto, si el asunto es efectivamente como lo entendí yo, la cuestión no es que sea un vago, sino que soy prácticamente el modelo del sabio taoísta.»
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