Donde termina la autoficción y aún no comienza el diario de una etapa crudelísima de la vida: ahí se establece el territorio narrativo de La blanca orilla, una novela donde hay espacio sobre todo para el dolor, pero también para la complejidad de las relaciones humanas y familiares, la trascendencia, la conciencia de mortalidad y el papel redentor de la escritura. Su protagonista, Eneo, se verá enfrentado a la muerte en vida que provoca la enfermedad terminal de un ser amado. En tiempos de virus, no le queda más remedio que ponerse la pandemia por montera y tirar para adelante, encarar las desgracias y enfrentarse a cara de perro con la cruda realidad. Luchará contra demonios ajenos y propios, tratando de desembarazarse tanto de rencores como de la inmensa pena producida por una larga agonía que ha dejado cicatrices en el cuerpo y en el alma. El lector asiste a un desnudo emocional donde liberación y culpa combaten entre sí, resolviéndose en un tour de force literario en el que, con la escritura como segunda piel, al final Eneo será capaz de enarbolar la bandera de una nueva existencia con palabras, pasado y futuro. Desde ese presente reparador de las palabras, La blanca orilla se erige en testimonio de una vida cuya memoria no ha prescrito, en quevedesco alegato del blanco día de la eternidad y sus cenizas con sentido: en una historia de amor constante más allá de la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario