En El Superviviente, no solo hay crímenes desgarradores, sino, sobre todo, un estado de permanente zozobra, al entender que el presunto autor de todos ellos —no solo del probado y condenado de una anciana, sino también del de un matrimonio y su hijo, que al principio se le atribuye al otro hermano y aún no tiene culpable adjudicado— puede que nunca sea sentenciado por tales asesinatos. Con el asombroso relato de Nacho Abad, caemos en la cuenta de la fragilidad de nuestra sociedad, marcada por las más diminutas inquinas, que pueden ser, pese a su ínfimo tamaño, las detonantes de grandes tragedias. Percibimos también que la «envidiable tranquilidad» de los pueblos puede ocultar parcelas de odios invisibles, que derivan en dramas con sangre intencionada y que jamás llegan a resolverse. Porque si bien los tres misteriosos asesinatos que encontramos al principio se cometen en Burgos, el otro, el de la anciana —no olvidemos que es el único de ellos con culpable condenado y en prisión—, cuyas exhaustivas pesquisas conducen finalmente al asesino, se perpetra en el pequeño pueblo burgalés de La Parte de Bureba. Y allí está el germen de todas las muertes. Y la posibilidad de que fueran obra de la misma mano. ¿Por qué se producen? ¿Por qué se mata? Si algo resulta especialmente extraordinario en esta brillante crónica periodística, no es solo cómo el autor nos introduce en las investigaciones de la Policía y de la Guardia Civil y nos hace partícipes de sus minuciosos análisis, sino cómo nos obliga a reflexionar con él sobre aspectos pavorosos de nuestro mundo cotidiano, como qué es lo que se cuece en la psique de nuestros cercanos, de aquellos con los que compartimos la vida. |
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