«Esto es el relato de un viaje: de cómo, contra todo pronóstico, alguien que nunca tuvo noción de ser nada, en términos de adscripción colectiva, y que podría no ser quien lo narra, acaba siendo y sintiéndose algo.»
Castellano es un relato de hechos que no excluye la conjetura, ni siquiera la elaboración literaria de los personajes, pero trata de ceñirse a lo que la historiografía ha averiguado de sus acciones y su carácter, a lo que de ellos está documentado —a menudo, en sus propias palabras—, sin renunciar a trasladar al lector la complejidad, en algún caso prolija, de lo que se ventiló en Castilla —y sobre Castilla, y contra ella— en los dos años que transcurrieron entre la primavera de 1520 y la de 1522. Mi empeño no era hacer un relato bélico o de aventuras —tampoco político, ni sentimental—, sino recoger y sintetizar con la mayor integridad posible unos hechos que revelan el carácter de un pueblo —el castellano— y fueron determinantes en la constitución de otro —el español—. De los dos me siento parte y por tanto no me acerco a ellos con la frialdad del historiógrafo —si es que esta existe— pero tampoco con la ligereza del que simplemente ensarta anécdotas para agitar o pasar el rato.
Las historias del pasado tienen lecturas en el presente, se leen desde él y no pueden leerse de otra manera, como apunta Maravall y ya ilustró Benjamin con esa imagen del ángel de la Historia, que mira hacia atrás sacudido y arrastrado por una tempestad que nunca se detiene. La historia de la revolución comunera tiene muchos ecos en la España de hoy, y quizá esos ecos sean aún más significativos en tiempos que ofrecen indicios de desequilibrios y amagos revolucionarios, incluso airados, contra las estructuras preexistentes. Un castellano y español del siglo XXI no puede aspirar a hacer una lectura neutral de aquellos hechos, sólo puede intentar que sea honrada, y eso he procurado.»
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