«Es este esfuerzo de ausencia voluntaria, de desarraigo querido, de distanciamiento activo con respecto a su medio que parece siempre natural, es, pues, esta manera de alejarse de sí mismo –aunque solo fuera momentánea y provisionalmente-, de separarse de lo natal, lo nacional, y de lo que, más en general, le ancla a una estrechez identitaria, es eso sobre todo lo que yo llamaría errancia.»
No se elige dónde naces. No se elige a los padres. No se elige la genealogía. No se elige tampoco el país. No se eligen los orígenes étnicos ni raciales. No se elige la época, ni el lugar ni la fecha de nacimiento, ni a priori la lengua. Pero de entre todos estos datos fuera de nuestro control, que nos vienen definitivamente impuestos de fuera y que nos fijan, nos sujetan, nos encierran en un determinismo previo sin solución o casi, solo el espacio de la lengua parece ofrecernos salidas, escapatorias, aunque sean ínfimas. De hecho, se puede elegir la lengua, si se quiere; una lengua, unas lenguas de entre toda la inmensa sinfonía comunicativa de las lenguas. Uno puede apropiarse libremente de una lengua, de unas lenguas. Y una cosa que merece señalarse es que la lengua, o más bien las lenguas, son bienes comunes, espacios públicos, lugares no delimitados y no delimitables que se pueden atravesar, frecuentar, sin ser deudores de lo que sea de ellas, de quien sea de ellas, sin ser tachado de invasor. La lengua no es una propiedad privada. Es una tierra generosa sin propietario donde se celebra una fiesta permanente con entrada gratuita.
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