Jerome K. Jerome y su familia han decidido que quieren
ser mejores personas y que para eso necesitan vivir en el campo, cerca de
la naturaleza. Y como el propio Jerome ya ha visto como algunos de sus
amigos languidecían miserablemente construyéndose casas nuevas, es mejor
comprar una y reformarla. Esta novela transcurre durante ese breve espacio
de tiempo de obras e incomodidades. Jerome y sus hijos toman contacto con
el mundo rural y lo hacen de un modo cómico y filosófico.
Sobre todo cómico.
«Creí que
por fin tendría algo de paz cuando una codorniz, una criatura a la que la
naturaleza ha concedido un canto semejante al desgarro de unas sábanas de
percal mezclado con el afilado de una sierra, se aposentó en algún lugar
del jardín y se entregó a la labor de elogiar la obra de su Creador de modo
acorde a sus escasas luces. Tengo un amigo, un poeta, que vive justo pasado
el Strand y que pasa sus veladas en el Club Garrick. Ocasionalmente escribe
versos para la edición vespertina de los periódicos en los que habla de “la
silenciosa campiña, somnolienta bajo el peso de la languidez”. Uno de estos
días voy a convencerle para que pase aquí de sábado a lunes y averigüe por
sí mismo cómo es la campiña en realidad, que pueda oírla».
Las ilustraciones en tinta
china, complejas y densas, contrastan con el tono humorístico del libro y
conectan con su lado más filosófico, dándole una nueva dimensión. La
traducción de Ana Useros, fiel y exahustiva, consigue trasladarnos a la
época y el ambiente sin que nos cueste trabajo, respetando al máximo el ritmo
ágil y dialogado de la novela.
El trabajo de los tres
encaja a la perfección en este libro de factura cuidada, con sobrecubierta
verjurada y cubierta y guardas ilustradas, que apetece leer, mirar y
tocar.
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