Título: ‘LA GUITARRA AZUL’
Autor: John Banville
Editorial: Alfaguara
Nº Páginas.- 291 Páginas
Por Ángeles López
Decir que Banville es
maestro de la interioridad masculina no es una novedad. Como tampoco lo es
evidenciar que sabe solapar esa carga de profundidad con tintes burlones y
sardónicos, de marcado acento irlandés. Sus narradores son con frecuencia
hombres de mediana edad, profundamente dañados, que vuelan como el pájaro de
Borges mirando hacia atrás y tratando de averiguar qué fue lo que salió mal en
sus vidas. También suelen lidiar con la muerte de alguien cercano, como una
esposa o un hijo. Así ocurre en «El mar» o en «Antigua luz», donde les otorga a
los narradores –«galeotes», como diría Nabokov– su propio talento para el
lenguaje descriptivo, su neurosis léxica, su paranoia sintáctica. Otro rasgo
que se observa en sus textos es el claro peso de la melancolía, acaso el sentimiento
trágico heredado de su educación católica.
En «La guitarra azul»
–título tomado de un poema de Wallace Stevens, a su vez inspirado en la pintura
de Picasso «Viejo con guitarra»– vuelve al terreno conocido. El narrador es en
esta ocasión Oliver Otway Orme, OOO, un pintor de mediana edad que por un
cómputo de razones desconocidas ya no puede pintar. También es, por cuenta
propia, un ladrón habitual –«llamadme autólico», arranca la narración– de
bagatelas que roba por diversión y por el placer erótico de quitarle algo a
alguien. Imagina que nadie lo sabe, pero se equivoca, como en la mayoría de las
cosas que piensa. Su hurto más reciente es Polly, una mujer con anatomía de
chelo y esposa de su amigo Marcus, a la sazón.
El saqueo del último siglo
Por supuesto, no
quiere dejar a su mujer, Gloria, madre de su única hijita, fallecida. Ante esta
situación y las pocas posibilidades que tiene de refugiarse en su arte, se
cobija en los juegos de palabras. Por tanto, asistimos a una novela en marcha
en una maratoniana reflexión metaficcional. Por su boca presenciaremos el
saqueo del último siglo de pensamiento crítico, la revisión de formulaciones
agotadas, la inestabilidad de la lengua, la resbaladiza sintaxis o la
imposibilidad de realidad objetiva. De esta forma, la guitarra de Oliver se
convierte en un instrumento de una extrañeza deliciosa y de un gran descaro en
la digitación, a la que se le salen Beckett y Kafka por el mástil. ¿Será porque
Banville es el colmo de lo banvilleano?
Las señales temporales
o cronológicas son difusas. Estamos en Irlanda, de eso no cabe la menor duda,
pero no sabemos ni dónde exactamente ni cuándo. Hay teléfonos y coches, pero
las gentes van ataviadas siguiendo los códigos de la vestimenta antigua:
sombreros, bastones, relojes de bolsillo. Es un nuevo-viejo mundo que ha
forjado el teorema de Godley, que presumiblemente no es el economista Wynne
Godley y sí pudiera ser el matemático ficticio de «Los infinitos», del propio
Banville. Se trata, pues, de algún momento futuro vagamente postapocalíptico,
una época dentro de varias épocas y coordenadas geográficas.
El autor escribe el
borrador de un libro con las manos del pintor que ya no pinta. Un desordenado
personaje que va dando forma a las palabras ante nuestros ojos, y nos comparte
los hilvanes de su discurso digresivo, los engranajes de la trama y los puntos
ciegos de sus cavilaciones. Oliver es la pesadilla de cualquier novelista,
porque cuando parece que su exposición será conmovedora, se torna irónica,
jugando con el lector como un gato con un ratón. Está feliz de pensar en sí
mismo como un fracasado. Sin embargo su autocrítica es una forma de
autoalabanza. Es un narcisista físico, mental y emocional, embriagado por todo
lo malo de sí mismo que le devuelve el espejo. Un personaje tan trágico como
cómico al que Banville trata con infinita ternura. Sus ideas chocan con la
realidad, protesta cuando los demás no entienden nada, y la mejor forma de
retratarse es su parlamento conformado por una barricada insustancial; una
pirotecnia verborrágica.
Empatía y recelo
Es una novela lenta;
todas las de Banville lo son, incluso las de su alter ego, Benjamin Black.
Pretende, como Nabokov, el control total de sus personajes, con su flaubertiana
atención a la frase, para conducirles por donde él quiere. Un narrador en
primera persona tiene la libertad para ir, venir, acertar, errar, hacernos
desconfiar de su versión de los hechos, permitirnos cierto grado de empatía con
él. Oliver es todo ello. Nos caerá mal al principio, pero a medida que avancemos,
iremos conociendo la indulgencia que el autor irlandés tiene para con su
personaje de tinta. A medida que la novela transcurre veremos un ser honesto
acerca de su dolor y el daño causado en otros, y la abundancia verbal irá dando
paso a un poderoso drama.
No se puede abordar de
modo más genuino los grandes temas: la permanencia de la pena, la resistencia
al amor, el valor del arte... Hay dolor, humor, pensamientos absurdos, frases
lapidarias, enredos y desenredos del alma... hay literatura en estado puro,
como en toda la obra de este irlandés. En estas páginas, el viejo epigrama que
reza que la vida es una comedia para los que piensan y una tragedia para los
que sienten se queda corta. Prefiero creer que si «todos venimos de “El capote”
de Gógol», como Dostoievski sentenciaba, no pocos autores contemporáneos
enraizarán parte de su prosa en la meticulosidad literaria de Banville, en su
precisión suiza, su generosidad creativa y su clarividencia. Libros que no
están concebidos para ser leídos, sino releídos una y otra vez.
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