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lunes, 1 de febrero de 2016

REVISTA LITERARIA 2016 ‘LA GUITARRA AZUL’ John Banville





Título: ‘LA GUITARRA AZUL’
Autor: John Banville
Editorial: Alfaguara
Nº Páginas.- 291 Páginas

Por Ángeles López

Decir que Banville es maestro de la interioridad masculina no es una novedad. Como tampoco lo es evidenciar que sabe solapar esa carga de profundidad con tintes burlones y sardónicos, de marcado acento irlandés. Sus narradores son con frecuencia hombres de mediana edad, profundamente dañados, que vuelan como el pájaro de Borges mirando hacia atrás y tratando de averiguar qué fue lo que salió mal en sus vidas. También suelen lidiar con la muerte de alguien cercano, como una esposa o un hijo. Así ocurre en «El mar» o en «Antigua luz», donde les otorga a los narradores –«galeotes», como diría Nabokov– su propio talento para el lenguaje descriptivo, su neurosis léxica, su paranoia sintáctica. Otro rasgo que se observa en sus textos es el claro peso de la melancolía, acaso el sentimiento trágico heredado de su educación católica.
En «La guitarra azul» –título tomado de un poema de Wallace Stevens, a su vez inspirado en la pintura de Picasso «Viejo con guitarra»– vuelve al terreno conocido. El narrador es en esta ocasión Oliver Otway Orme, OOO, un pintor de mediana edad que por un cómputo de razones desconocidas ya no puede pintar. También es, por cuenta propia, un ladrón habitual –«llamadme autólico», arranca la narración– de bagatelas que roba por diversión y por el placer erótico de quitarle algo a alguien. Imagina que nadie lo sabe, pero se equivoca, como en la mayoría de las cosas que piensa. Su hurto más reciente es Polly, una mujer con anatomía de chelo y esposa de su amigo Marcus, a la sazón.
El saqueo del último siglo
Por supuesto, no quiere dejar a su mujer, Gloria, madre de su única hijita, fallecida. Ante esta situación y las pocas posibilidades que tiene de refugiarse en su arte, se cobija en los juegos de palabras. Por tanto, asistimos a una novela en marcha en una maratoniana reflexión metaficcional. Por su boca presenciaremos el saqueo del último siglo de pensamiento crítico, la revisión de formulaciones agotadas, la inestabilidad de la lengua, la resbaladiza sintaxis o la imposibilidad de realidad objetiva. De esta forma, la guitarra de Oliver se convierte en un instrumento de una extrañeza deliciosa y de un gran descaro en la digitación, a la que se le salen Beckett y Kafka por el mástil. ¿Será porque Banville es el colmo de lo banvilleano?
Las señales temporales o cronológicas son difusas. Estamos en Irlanda, de eso no cabe la menor duda, pero no sabemos ni dónde exactamente ni cuándo. Hay teléfonos y coches, pero las gentes van ataviadas siguiendo los códigos de la vestimenta antigua: sombreros, bastones, relojes de bolsillo. Es un nuevo-viejo mundo que ha forjado el teorema de Godley, que presumiblemente no es el economista Wynne Godley y sí pudiera ser el matemático ficticio de «Los infinitos», del propio Banville. Se trata, pues, de algún momento futuro vagamente postapocalíptico, una época dentro de varias épocas y coordenadas geográficas.
El autor escribe el borrador de un libro con las manos del pintor que ya no pinta. Un desordenado personaje que va dando forma a las palabras ante nuestros ojos, y nos comparte los hilvanes de su discurso digresivo, los engranajes de la trama y los puntos ciegos de sus cavilaciones. Oliver es la pesadilla de cualquier novelista, porque cuando parece que su exposición será conmovedora, se torna irónica, jugando con el lector como un gato con un ratón. Está feliz de pensar en sí mismo como un fracasado. Sin embargo su autocrítica es una forma de autoalabanza. Es un narcisista físico, mental y emocional, embriagado por todo lo malo de sí mismo que le devuelve el espejo. Un personaje tan trágico como cómico al que Banville trata con infinita ternura. Sus ideas chocan con la realidad, protesta cuando los demás no entienden nada, y la mejor forma de retratarse es su parlamento conformado por una barricada insustancial; una pirotecnia verborrágica.
Empatía y recelo
Es una novela lenta; todas las de Banville lo son, incluso las de su alter ego, Benjamin Black. Pretende, como Nabokov, el control total de sus personajes, con su flaubertiana atención a la frase, para conducirles por donde él quiere. Un narrador en primera persona tiene la libertad para ir, venir, acertar, errar, hacernos desconfiar de su versión de los hechos, permitirnos cierto grado de empatía con él. Oliver es todo ello. Nos caerá mal al principio, pero a medida que avancemos, iremos conociendo la indulgencia que el autor irlandés tiene para con su personaje de tinta. A medida que la novela transcurre veremos un ser honesto acerca de su dolor y el daño causado en otros, y la abundancia verbal irá dando paso a un poderoso drama.

No se puede abordar de modo más genuino los grandes temas: la permanencia de la pena, la resistencia al amor, el valor del arte... Hay dolor, humor, pensamientos absurdos, frases lapidarias, enredos y desenredos del alma... hay literatura en estado puro, como en toda la obra de este irlandés. En estas páginas, el viejo epigrama que reza que la vida es una comedia para los que piensan y una tragedia para los que sienten se queda corta. Prefiero creer que si «todos venimos de “El capote” de Gógol», como Dostoievski sentenciaba, no pocos autores contemporáneos enraizarán parte de su prosa en la meticulosidad literaria de Banville, en su precisión suiza, su generosidad creativa y su clarividencia. Libros que no están concebidos para ser leídos, sino releídos una y otra vez.

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Jim & jhon