Agamben: memoria de la pérdida del
fuego
Por
José de María Romero Barea
El
exceso de información, la auto-evidencia y la instantaneidad, nos aíslan en el
tiempo y el espacio. Hemos dejado de escuchar para compartir en Facebook. Nos
hemos convertido en meros receptores. Denuncia
de nuestra falta de interés en las preguntas para privilegiar las respuestas,
la colección de ensayos El fuego y el
relato (Editorial Sexto Piso, 2016) es un cuaderno de ejercicios
pedagógicos: “Todo relato – toda la literatura –, es, en este sentido, memoria
de la pérdida del fuego”. Leer es recuperar esa historia olvidada que
denominamos ficción: “Si la novela (…) deja caer la memoria de su ambigua
relación con el misterio (…) si dilapida el misterio en un cúmulo de hechos
privados (…) la forma misma de la novela se pierde junto con el recuerdo del
fuego”.
Los silencios del
filósofo romano Giorgio Agamben (1942) son visibles. La reticencia ha dotado a
su carrera con el aura de la auto-posesión y la autenticidad. En el ensayo “El
fuego y el relato”, perteneciente a la colección homónima antes citada, el italiano,
en traducción al castellano de Ernesto Kavi, no aporta argumentos dramáticos,
sino destellos de compostura: “Puede ser suficiente, pero ¿para qué? ¿Es
creíble que pueda satisfacernos un relato que no tiene ya ninguna relación con
el fuego?”. Disquisiciones acerca de la utilidad de la lectura, enfrentada a la
soledad del lector, dan paso a observaciones sobre la naturaleza misma del
ensayo. Teórico del fragmento, el aforismo, el habla popular y culta, el
manifiesto pedagógico e incluso la reseña, Agamben domina todas las formas de
prosa.
Es crucial para el
autor de Lo abierto (2005) que el
narrador sea un oyente que embebe historias arraigadas en la colectividad: “La
historia es aquello donde el misterio ha extinguido y ocultado sus fuegos”. Nuestra
vida se consume en las llamas de lo innominado. La Historia, para el autor de Desnudez (2012), es casi sagrada; nada
menos que una unidad de elementos comunes, de experiencias compartidas: “El
escritor (…) deberá creer sólo e intransigentemente en la literatura (…) deberá
saber distinguir, en el fondo del olvido, los destellos de negra luz que
provienen del misterio perdido”. La agitación tecnológica amenaza nuestra
capacidad de comunicar(nos); este ensayo nos advierte contra una moral que no
es moral, sino puro nihilismo. Si un intelectual se disocia del mundo real, no
oye una voz distinta a la suya. Se convierte en una personalidad dogmática, víctima
de la venalidad de los ignorantes.
“Escribir significa
contemplar la lengua, y quien no ve y ama su lengua (…) no es un escritor”. Contar
para entretener. Narrar para conectarnos. El tiempo desencantado del lector
solitario promulga una ética del solipsismo. Nada es capaz de neutralizar miríadas
de información inútil: “Donde hay relato, el fuego se ha apagado; donde hay
misterio, no puede haber historia”. El propósito del autor tal vez no sea dar
voz, sino restar silencio: “El fuego, que sólo puede ser relatado, el misterio
(…) nos quita la palabra”. Endeble andamiaje el que hemos erigido sobre esta
base secreta. Tal vez la muerte sea, en última instancia, la única autoridad que
nos ayude a comunicar, a través de la ausencia, una vida de experiencias
compartidas.
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