Miguel regresa desde la universidad estadounidense en la que trabaja hasta la huerta y casa donde se crió, y que con tanto esfuerzo levantaron sus padres, cerca de una pequeña ciudad de provincias. Lo hace solo temporalmente y a regañadientes, reclamado por su hija Julia para aclarar la situación de esas tierras y esa casa que han pasado a pertenecerle una vez fallecido Antonio, su hermano mayor, de quien llevaba años distanciado.
Su intención es romper definitivamente los lazos con el pasado, vendiendo todo aquello. Pero su hija intentará convencerlo del valor único de unos terrenos que, de ser vendidos, serían engullidos por la voracidad inmobiliaria. Y, sobre todo, quiere mediar entre su padre y la memoria del hermano difunto que preservó aquel patrimonio. Para ello intentará reconducirlo hasta los testimonios que Antonio fue atesorando y plasmó en las viñetas donde ha esbozado las historias compartidas.
Al hilo de ellas irá rememorando las vivencias infantiles, en las que no faltan los momentos duros, incluso trágicos, de una familia que –como tantas otras en la década de los cincuenta– hubo de emigrar a la ciudad huyendo de los amargos recuerdos de la guerra civil, en busca de una vida mejor. A pesar de su crudeza, y de que le obligan a enfrentarse con el trasfondo más turbio de su adolescencia, esas historias no carecen de humor. Están llenas de vida, de sensaciones a flor de piel y de un seco lirismo. Y le obligan a plantearse si no habrá llegado la hora de reconciliarse con sus orígenes, pasando el testigo a su hija y a un futuro renovado.
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