LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER
Autora.- Svetlana Aleksievich
Editorial.- Debate
Nº Páginas.- 368
Por Ángeles López
El único papel de la mujer soviética durante la II Guerra Mundial no fue el
de amante. Tampoco el de enfermera o ama de casa en pena por no poder echar más
que un nabo a la sopa. Para no pocas, la contienda consistió en un dilema:
morir o matar y, después, intentar asimilar de por vida la devastación interior
de aquel trauma. Por aquella situación pasaron cerca un millón de soviéticas
(quinientas mil alemanas, medio millar de norteamericanas y doscientas
cincuenta mil inglesas). Las mujeres han formado parte de ejércitos
profesionales desde el siglo IV a.C. y, pese a ello, en los innumerables textos
que existen sobre las más de tres mil contiendas que han azotado la humanidad,
todo lo que sabemos ha sido contado por hombres. «Somos prisioneros de imágenes
y sensaciones masculinas de la guerra», escribe Alexiévich. De esta idea nace
«La guerra no tiene rostro de mujer», que resulta tan evidente que parece un
insulto el hecho de que a nadie se le ocurriera contarlo desde ese ángulo: el
de ellas.
Corregir con tinta lo que en tinta estaba, fue la motivación de la autora a
la hora de abordar este libro. Para ello, dedicó siete años a entrevistar a
varios centenares de aquellas combatientes soviéticas que, entre los 15 y los
30 años, lucharon en la Segunda Guerra Mundial contra el Ejército de la
Alemania nazi. Aunque «siempre guardan silencio o se adaptan al canon», cuando
se sabe leer el tono de su voz, sus relatos son diferentes, reparan en:
«Olores, colores, iluminación, espacio...». No hay héroes ni hazañas, sólo
dolor. Personas devastadas «por la inhumana tarea humana». Para llegar a tal
conclusión no sólo habló con enfermeras, cocineras, lavanderas y telefonistas,
sino también con francotiradoras, pilotos de avión, jefas de artillería
antiaérea y de zapadores, guerrilleras, criptógrafas y auxiliares del Estado
Mayor. Era de obligado cumplimiento volver al lugar de los hechos, al epicentro
del daño. Porque las contiendas no concluyen cuando dejan de caer las bombas.
Al recabar experiencias, distinguió entre las mujeres sencillas que se
expresaban con sinceridad, y las más instruidas que asumían el prisma
masculino. Pero todas hablan. Como Klaudia Grigorievna Krojina, sargento
francotiradora: «No me apetece morir. He prestado el juramento militar por el
que doy mi vida si hace falta, pero no tengo ganas de morir. Aunque regrese
viva, lo haré con el alma enferma. Ahora me digo: hubiera preferido ser herida
en una pierna o en un brazo, porque el dolor sólo sería corporal. Pero en el
alma... es muy doloroso».
Comité censor
Por cuestionar clichés sobre el heroísmo soviético, así como por su
crudeza, estas páginas sólo vieron la luz con la llegada de la Perestroika. No
fue hasta 2002 cuando se produjo este libro en marcha que hoy conocemos, donde
el lector asiste a las reflexiones de la narradora acerca de la construcción de
la historia, la cartografía del contexto, la búsqueda de los testimonios, el
clima de los encuentros, la inclusión de párrafos eliminados por autocensura
así como los dictámenes del comité censor cuando le reprobaban mancillar la
Gran Guerra. Tuvo mucho mérito el trabajo de esta «retratista insistente»,
«atrapadora de momentos» o «constructora de fragmentos». Escritora consciente
de que en el momento de cada entrevista se reúnen tres seres ante la grabadora:
quien habla, la persona tal como fue en el pasado y ella misma. Nada que a un
periodista le sea ajeno. Porque ése es el oficio de Alexiévich: el de reportera
con buen pulso narrativo y gran profundidad de campo. La primera, de hecho, en
ganar el más alto reconocimiento literario por su labor en el terreno de la no
ficción.
Se dice que ha cultivado su propio género al que denomina «novela de voces»
(o «escritos polifónicos»), donde sus narradores son personas que se han
autoimpuesto el silencio. El rango de sus timbres va desde la Revolución hasta
Chernóbil pasando por la caída del imperio soviético –«El fin del homo
sovieticus» se editará en Acantilado en el 2016»–. Se ha dicho que es «una
Kapuscinski en femenino», pero, a diferencia del polaco no se afana en decirle
al lector lo que el entrevistado piensa, cree y siente –como él hiciera con los
africanos–. Tampoco rompe el contrato con el lector acerca de que su texto sea
de no ficción. Lo es, y le importa en grado sumo que se cumplan las cláusulas.
Acaso sí tenga ecos de algunos textos de Vassili Grossman, de la injustamente
olvidada Sofía Casanova o de Vladmir Makanin. No obstante, ella sólo confiesa
un ascendente: Alés Adamóvich.
Destinos compartidos, tragedias individuales. Una simple verdad que no es
la verdad. Esta búsqueda incesante la ha conducido por el camino de baldosas
amarillas hasta el Nobel. Sólo un humilde «pero»: no se añade valor a un sexo
denostando al contrario . Aseverar que las mujeres «no conocen la pasión del
odio» o que «ningún varón puede ser neutral», incluso que «a una mujer le
resulta más difícil matar porque da la vida», a la luz de una nueva centuria
con anhelos igualitarios, resulta un tanto trasnochada. El mejor escribano echa
un borrón.
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