EXTRACTO DEL LIBRO
Islas Kuriles
Hace una
llamada para obtener el pronóstico del tiempo y me lo recita con un
dedo en alto. Ashta
ga furi so desu, llovió ayer, llueve hoy, lloverá mañana. Una
depresión venida de las Islas Kuriles. ¡Tanto mejor! En esta comarca
hecha de tan poco, la lluvia siempre agrega algo. Y lo cierto es que
adoro el tipo de naturaleza que no hace música sinfónica, sino que
solo conoce unas pocas notas y las repite incansablemente. En esa
poquedad que se me parece me encuentro como en casa, me reconozco,
tengo al fin la sensación de entender lo que tratan de decirme.
Además, la estación acaba de recordarme una del cantón de Vaud
(Suiza) donde, a los seis o siete años, a menudo me adormecía con las
piernas colgando del asiento y la nariz metida en mis manoplas,
esperando el tren de la leche. Pero a ver, me dirán, el cielo bajo y
polar, el mar quieto, la ausencia, los cuervos, ¿por qué el cantón de
Vaud? Por la luz de la lámpara opalina con contrapeso colgada muy por
encima de la mesa, por la manera en que los paquetes marrones bien
atados se apilan detrás de la taquilla, por el ruido del gran péndulo
redondo cuyos segundos son anchos como un dedo, en fin, por las
naderías que se ordenan y conspiran para formar una atmósfera. Porque
no es la identidad de las cosas mismas, sino las relaciones que se
entablan secretamente entre ellas, lo que hace que los sitios sin nada
en común entren de repente en resonancia según una lógica alucinada y
totalmente nueva…
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